Crónicas franciscanas sobre la peste

Desde el año 1.506 existe constancia de una comunidad franciscana en la Villa de Alburquerque congregada en torno al antiguo Convento de Religiosos de la Madre de Dios. Durante aquellos años del siglo XVI esta villa, al igual que muchas otras poblaciones de la península, se vio afectada por terribles oleadas de peste que asolaron a la población y dejaron el municipio más que diezmado demográficamente hablando.

La historia que hoy nos ocupa sucedió en torno a 1.530 cuando Alburquerque sufrió una de las mayores plagas pestilentes que se recuerdan y que acabó con la vida de numerosos vecinos. Ante tal epidemia muchos vecinos, presa del pánico, improvisaron refugios en los que aislarse y así protegerse ante tal pandemia. En aquellos años era alcaide del municipio el hidalgo García de Arce. El noble, que habitaba el castillo, temiendo por su vida decidió, muy a su pesar, abandonar la fortaleza para enclaustrarse en el convento de la Madre de Dios y así protegerse de la peste. En el cenobio franciscano comenzó a llevar una vida contemplativa, dedicándose diariamente a rezar junto a los frailes pidiendo clemencia a Dios para que se apiadase de ellos y aplacase la plaga. Pero García de Arce, a pesar de encontrarse a priori a salvo de la enfermedad no estaba tranquilo ya que había abandonado el castillo y tenía miedo de que fuera tomado. Tras varios días cavilando, pensó que la mejor opción sería que dos religiosos del convento se desplazaran hasta el fortín y se asentaran allí mientras durase la epidemia. Y así fue, los frailes se establecieron en la fortaleza con la misión de dar la voz de alarma si el castillo corría peligro de ser sitiado. Los religiosos se acomodaron en la torre más alta del castillo, la torre del homenaje desde donde podrían controlar toda la zona. Los franciscanos se organizaron por turnos, mientras uno dormía el otro vigilaba y rezaba desde la torre. Cierta media noche, estando uno de los religiosos orando en lo más alto de la torre tuvo una visión celestial: pudo contemplar como desde el cielo comenzaron a caer sobre la villa saetas de fuego. Muy asustado acudió inmediatamente a despertar a su compañero y ambos pudieron apreciar con sus propios ojos como una legión de ángeles disparaban con sus ballestas saetas de fuego sobre Alburquerque mientras escuchaban los estallidos de las flechas. Ambos religiosos, presa del pánico, se postraron ante el cielo llorando y suplicando a Dios que cesara su ira sobre el pueblo. En ese justo momento un ángel descendió desde lo más alto y les manifestó que su oración había sido oída por Dios, acto seguido el ángel volvió a ascender al cielo e inmediatamente cesó la lluvia de fuego. Los religiosos pasaron el resto de la noche en oración, hasta el día siguiente que volvieron al convento para relatar al alcaide lo ocurrido. Cuentan que aquel mismo día la pestilencia cesó, los enfermos sanaron y los vecinos pudieron volver a sus casas.

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