El Crimen de la Pacheca: un atroz parricidio

Un romance del siglo XIX relata un hecho real trasmitido de boca en boca desde hace más de 150 años en Santa Cruz de la Sierra y nos narra el horrendo crimen sucedido en la localidad el 26 de marzo de 1856. Realizamos una síntesis del romance que al final adjuntamos de forma íntegra:

En 1856 residía en Santa Cruz de la Sierra un hombre viudo llamado José Pacheco, este señor vivía en compañía de su hermana Teresa Pacheco. José tenía una hija que también residía con ellos, María Pacheco Broncano. María era una preciosa joven de veintitrés años, muy simpática y jovial, aficionada al baile y muy querida por todo el pueblo. Hacía ya años que una mano despiadada le había arrebatado a su madre (esposa de José) a muy temprana edad. Pero, el destino, no contento con ello, le tenía preparado a Maria un cruel desenlace y es que la oscura y ventosa noche del 26 de marzo de 1856 María Pacheco apareció degollada en su propia casa.

Tras unos duros momentos de consternación en la localidad, comenzaron las primeras investigaciones del crimen. Pronto fueron detenidos su padre José Pacheco, su tía, Teresa Pacheco, el alguacil del pueblo, Pedro Santos Pizarro y otro joven que ocasionalmente frecuentaba la casa.

Fueron llevados frente al juez en Trujillo. Al tomar declaración a Teresa Pacheco relató que aquella noche su hermano José había salido de casa en compañía del alguacil para dirigirse a la casa del secretario Arjona. Por lo que María y ella se encontraban solas jugando a las cartas en una de las habitaciones de la casa. Teresa relató fríamente los hechos que según ella precedieron al crimen. Contó que aquella noche, la estancia donde se encontraban cada vez estaba más oscura pues uno de los dos candiles que alumbraban la habitación se estaba quedando sin aceite, por lo que se levantó y marchó con el candil a la bodega para rellenarlo, afirma que no debió tardar más de 3 minutos y cuando regresó a la habitación se encontró el cuerpo inmóvil de María degollado y tumbado sobre un enorme charco de sangre. Posteriormente Teresa declaró que recordaba haber visto a dos hombres huir apresurados hacia el corral de la casa.

Según el juez, tanto Teresa como el resto de los detenidos incurrieron en diferentes contradicciones durante la toma de declaración y este testimonio junto con el del resto de acusados fue considerado como falso. El tribunal afirmó que todos menos José y Teresa sentían cierto aprecio hacia María Pacheco. Durante el curso de la causa, la opinión pública se encontraba cada vez más indignada y señalaba a José Pacheco como autor del asesinato de su hija y pedía justicia. Tras obtener los resultados de la autopsia del cadáver, el tribunal estaba convencido de que, aunque los detenidos no fueran los ejecutores del hecho, si eran al menos sus autores intelectuales.

El 19 de octubre de 1856 en Trujillo se falló la causa contra los supuestos autores del atroz asesinato. José Pacheco, Teresa Pacheco y Pedro Santos Pizarro son sentenciados a pena de muerte (a la horca) y el otro joven es absuelto. Según el diario “La Discusión: Diario Democrático” en su edición del 29 de octubre de 1856, al leerse la sentencia José Pacheco, se mostró impasible en un principio, aunque mostró una fuerte conmoción interior, de la que se repuso pronto, pues firmó la sentencia con pulso firme. Su hermana Teresa, al igual que durante el curso de la causa, mostró indiferencia, sin dar señales de dolor ni arrepentimiento. Santos Pizarro rompió a llorar y no quiso firmar la sentencia. Posteriormente la Audiencia de Cáceres conmutó las penas de muerte por cadena perpetua y el 9 de junio de 1858 se les conmutó la perpetua por 20 años de prisión correccional. José Pacheco murió mientras cumplía condena en Ceuta. Teresa Pacheco fue destinada al correccional de Santiponce y desde allí fue trasladada a Valladolid, donde terminó de cumplir su condena. Se trasladó a vivir a Logrosán, allí a pesar de las voces que la tildaban de asesina casó con un hombre viudo, al poco tiempo falleció su marido y los  hijos de éste la repudiaron. Viéndose sola y sin recursos, enfermó y fue conducida a una Casa de Misericordia de la ciudad de Plasencia, donde concluyó sus días. El alguacil Pedro Santos Pizarro cumplió 22 años de reclusión, ya que fue recargado con dos años más. 
Posteriormente la voz publica señaló también a José Pacheco como el responsable de la muerte de su esposa quedando en su momento impune este delito al echarle la culpa a los facciosos de aquella época, los vecinos pensaban que no contento con el asesinato de su mujer volvió a repetir tan atroz crimen, en esta ocasión sobre su hija.

El romance, que adjuntamos a continuación, fue escrito por D. S. A. el 10 de abril de 1858 por el que dicen fue un testigo imparcial durante la instrucción de la causa.

 

 

ROMANCE DEL CRIMEN DE LA PACHECA

 

PRIMERA PARTE

María, Virgen Soberana, 
abogada y protectora 
de todo el género humano; 
alma la más pura y sana, 
vos, que sois Madre de Cristo, 
tesoro de toda gracia, 
inspírale a este, tu siervo, 
para que deje trazada 
la más desastrosa muerte 
que con puñal o daga 
pueda darse a una hija tuya 
que como Tú se llamaba. 

Mi torpe pluma vacila 
al referir tal desgracia; 
mi lengua tartamudea, 
y sin vos, que yo no soy nada, 
en vos vivo confiado, 
pues vuestra ayuda es sobrada 
para que mi débil pluma 
no resbale ni se caiga 
para poder referir 
hechos de suma importancia. 

En este consentimiento 
de la Virgen más amada, 
reclamo vuestra atención 
y principiaré a narrarla. 

En Santa Cruz de la Sierra 
y Extremadura la baja 
vivía D. José Pacheco 
en compañía de una hermana 
y de una preciosa hija 
que María se llamaba. 

Sola y única, esta joven, 
por su naturalidad y gracia, 
todo el pueblo la quería 
y de todos era amada. 

Era aficionada al baile 
y en ello mucho gozaba, 
sin duda porque eran raros 
aquellos que frecuentaba. 

Mas no por esta afición 
nunca su honor peligrara; 
siempre humilde, siempre dulce, 
siempre pura, siempre casta. 

Crióse aquesta infeliz 
con una salud tan sana 
que a pesar del pueblo enfermo, 
su robustez descollaba. 

Perdió también a su madre
en edad muy temprana, 
víctima, según se dice, 
de una mano despiadada. 

Recibió una educación 
no de las más esmeradas, 
efecto sin duda 
de la orfandad en que estaba. 

Sin embargo, quien la vio 
y oyó cómo se expresaba, 
dice que su producción 
nada tenía de ordinaria. 

Simpática y familiar, 
todos, pues, consideraban 
a Dª. María Pacheco, 
joven la más desgraciada, 
por el fin brutal y brusco 
que tuvo la desdichada. 

En una noche de enero 
que el 26 se contaba 
del año 56, 
sentada en su propia casa, 
en aquella noche oscura 
que el agua y viento soplaban, 
un verdugo, un asesino, 
un tirano con su daga, 
arrojóse a la infeliz 
y la dejó degollada. 
Pero ¡qué herida, Dios mío!, 
más de dos líneas entraba 
la cuchilla del verdugo, 
tirada con mucha rabia, e
n la vertebral columna 
de la joven que contaba 
unos veinticuatro años, 
que ni aún completos estaban. 

Lectores, triste es decirlo, 
pero esta infeliz causaba 
a todo el que la veía, 
tanta congoja y tal ansia, 
que no es posible pintar 
el cuadro que presenciaban 
los que por verla acudían 
cuando de ella se alejaban. 

Cubierto el rostro salían 
del paraje donde estaban, 
llorando a lágrima viva 
por joven tan desdichada. 

Pero todavía es poco 
esto si bien se compara 
con la escena que pasó 
cuando fueron a enterrarla. 

Corazones los más duros 
vierten abundantes lágrimas, 
hombres, mujeres y niños, 
por la Pacheco lloraban. 

Todos a una vez decían: 
¡Desgraciada! ¡Desgraciada! 
¡Asesino, ven a verla; 
acércate sin tardanza! 

Ven a ver las consecuencias 
de tu valerosa hazaña. 

Repara bien ese aspecto, 
sus manos ensangrentadas, 
su cuello despedazado, 
toda su ropa manchada. 

Llega; no tardes, tirano, 
que abrigo la confianza 
de que si en tu seno tienes 
dos gotas de sangre humana, 
has de llorar tú también 
de buena o de mala gana. 

Sigamos la narración 
y apartémonos con ansia 
de este cuadro de tristeza 
que tanta y tan grande causa. 

Es de llamar la atención, 
Y a todo el mundo chocaba, 
que al verificarse el hecho 
se encontraba acompañada 
de su tía carnal Teresa, 
y así consta y se declara. 

Que su hermano había salido 
y el alguacil en su compaña 
a casa del secretario 
que Arjona se apellidaba. 

Que de que se quedaron solas, 
con unos naipes jugaban 
por puro pasatiempo 
y reducir la velada. 

Que estando las dos jugando, 
dos luces las alumbraban, 
si bien una de ellas poco, 
porque aceite le faltaba. 

Que observándolo Teresa, 
la luz tomó apresurada, 
marchando hacia la bodega 
que distaba quince varas, 
tardando en la operación 
tres minutos, que no es nada. 

Vuelve ya con su candil, 
que aceite y luz rebosaba, 
a la silla que en el juego 
con su sobrina ocupaba, 
cuando esta infeliz yacía 
en su sangre revolcada, 
corriendo un mar por el suelo, 
la que Teresa pisaba. 

¡Jesús, mil veces Jesús!, 
doña Teresa exclamaba; 
¡Mi sobrina! ¡Mi Paoheco! 
¡Muerta, Dios mío, 
y en qué prontitud herucana! 

¡Tan cerca yo de este sitio 
y no haber sentido nada! 
¡Si he estado enfrente, Dios mío, 
y ni una mosca sonara! 

Ella tuvo luz y yo 
también allí la guisaba. 

¡Ah, ya recuerdo!; yo vi 
cuando de vuelta ya estaba, 
que para el corral dos hombres 
apresurados marchaban, 
y aquestos, sin duda, han sido 
los que el hecho ejecutaran. 

Tal es la declaración 
que doña Teresa daba 
al alcalde que formó 
los principios de la causa. 

Declaración que no puede, 
por más que esté bien tramada 
tenerse por verdadera, 
al contrario, fue muy falsa. 

Así lo comprendió el juez, 
el que a otro día se hallaba 
en la casa del suceso 
trabajando sin tardanza, 
con ganas de descubrir 
dónde el asesino estaba. 

Pregunta, indaga, discurre 
y trabaja, y más trabaja, 
hasta que vino a prender 
al padre de la muchacha. 

También prendió a la Teresa, 
su linda y graciosa hermana, 
al alguacil y otro joven 
que la casa frecuentaban. 

Llevándolos al jurado 
que de Trujillo se llama, 
en él vamos a dejarlos 
mientras nosotros con calma 
vamos recogiendo datos 
para concluir la plana 
en otra segunda parte, 
pues ésta aquí se acaba, 
disimulando, lectores, 
si encuentran alguna falta. 

SEGUNDA PARTE 

Dijimos en la primera parte 
cómo habiendo quedado presos 
el alguacil, la Teresa 
y a más don José Pacheco. 

A estos tres no los dejaba 
el juez ni ahora ni luego, 
pues creía moralmente 
que estos tres eran los reos. 

¿Será verdad, Santo Dios, 
será verdad, Padre Eterno, 
que un padre contra su hija 
atente sañudo y fiero? 

¿Será verdad que una tía, 
de igual edad poco menos, 
tomase parte también 
en el hecho que refiero? 

No es posible; no. Jamás 
los anales verdaderos 
cuentan en sus largas citas 
maldades de aqueste género, 
ni las fieras las abrigan 
ni las practican los perros. 

El tribunal entre tanto 
desata tramas y enredos, 
examina e inspecciona, 
a testigos más de ciento. 

Evacua citas, preguntas, 
a unos luego, a otros primero, 
a cuantas personas cerca 
estuvieron del suceso. 

De sus informes deduce, 
sin duda de ningún género, 
que todos menos su padre 
quieren a María Pacheco. 

La opinión pública reclama 
contra crimen tan horrendo 
y todos a voz en grito 
califican a Pacheco 
de autor del asesinato 
de su hija. En careo 
se presenta varias veces 
con fidedignos sujetos 
y, por desgracia, en sus citas 
no hubo nada verdadero; 
igual sucedió a su hermana 
bien poquito más o menos. 

El alguacil, asustado, 
fuese falso o verdadero, 
incurrió también, el pobre, 
en muy grandes desaciertos, 
por cuya razón siguió 
la misma suerte que ellos. 

En vista, pues, de los dichos 
de los tres presuntos reos, 
juzgó el juez prudente 
volver al sitio de nuevo. 

Hizo autopsia del cadáver 
registrándole sus centros 
y de aquesta operación 
salió convencido al menos, 
que si los presos no eran 
ejecutores del hecho, 
eran al menos autores, 
y autores muy placenteros. 

Bajo esta convicción 
y de sus nuevos careos, 
condenó a los tres alados 
a presidio con cadena 
perpetua de mucho hierro. 

Bien lo merecen, lectores, 
esta y más merecen ellos,
en particular su padre, 
horror causa al leerlo. 

El fue, sin duda, el autor 
del más reprensible hecho 
que los vivos presenciaron 
y vieron nuestros abuelos. 

¡Ojalá yo me equivoque! 
¡Ojalá yo sea embustero! 
¡Ojalá!, pero es en balde; 
él lo fue, pero muy cierto, 
ayudado de su hermana, 
dos corazones bien negros, 

¡Padre infiel, padre tirano! 
¡Padre cruel, padre soberbio! 
¡Padre infame, padre vil! 
¡Padre bruto, padre fiero! 

¿Qué entrañas eran las tuyas 
para obrar tal desacierto? 
¿Con qué tigre, con qué fiera, 
has de comparar tu hecho ? 

Verdugo, ¿no te movió 
a compasión en tu pecho 
que viles manos cortaran 
la vida a tu propio aspecto ? 

¿No reparaste tú en ella 
quedar sus ojos abiertos 
después que la degollaron 
con el mortífero acero? 

Que te miraba y decía 
ése es mi asesino fiero; 
ése, mi bárbaro padre; 
ése lo intentó el primero, 
por librarse de mi vista 
y seguir con desacierto 
la negra sombra del crimen 
que le viene persiguiendo

¿Qué pensabas tú, gozar 
este crimen cometiendo? 
¿Qué fines eran los tuyos? 
¡Dios mío, no lo comprendo! 

Tus vicios, tus vicios solos, 
fueron los que te movieron 
a que tu inocente hija 
muriese como un cordero. 

Mas veo, queridos lectores, 
que ya os vais entristeciendo 
contemplando el más atroz 
y más original hecho 
que presenciaran los hombres 
desde Adán, padre primero. 

Aparte Dios de nosotros 
tan funestos pensamientos; 
amemos a nuestros hijos, 
pues obligación tenemos 
de amarlos y acariciarlos; 
por la senda los guiemos 
de la religión cristiana; 
y muy luego veremos 
cómo el hombre que se educa 
bajo estos sentimientos 
nunca puede cometer 
maldades de aqueste género. 

Nuestros hijos son pedazos 
de nuestro corazón tierno 
y debemos educarlos 
con muy singular esmero; 
ellos nos bendecirán 
en nuestro aliento postrero 
y honrarán nuestras cenizas 
en los siglos venideros. 

Padres de familia, así 
lo mandan los mandamientos; 
así quiero yo también 
que a los infelices reos, 
que de aquesta historia son 
los causantes con sus hechos, 
los perdonemos, benignos. 

En lo opuesto del estrecho 
se encuentran los desgraciados 
con sus cadenas de hierro 
purgando allí la gran falta 
que se dice cometieron. 

Dios les consuele y les dé 
sincero arrepentimiento 
para gozar algún día 
sus bendiciones al menos. 

Y ahora y también pido 
con mi corazón ingénuo 
disimuléis generosos, 
como buenos caballeros, 
las faltas de este romance, 
que las tendrá, ya lo creo, 
mas en cambio las compensa 
su origen, que es verdadero.

Santa Cruz de la Sierra, 10 de abril de 1858. 
D. S. A.

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