Un milagro del Cristo de Serradilla

El Cristo de la Victoria es una imagen de Jesucristo que se venera en el convento de las Agustinas Recoletas de Serradilla. Esta escultura de madera policromada fue realizada en Madrid por el artista madrileño Domingo de Rioja, alrededor de 1630, por encargo de la beata placentina Francisca de Oviedo. La imagen, que costó varios centenares de miles de reales, fue sufragada casi en su totalidad con limosnas ofrecidas entre otros por el Duque de Béjar, la Marquesa de Canales, el Marqués de Monroy e incluso la mismísima mujer de Carlos II, la Reina doña Mariana. La imagen una vez realizada fue retenida en la capilla del Palacio Real de Madrid por orden de Felipe IV y más tarde en la Iglesia parroquial de San Martín de Plasencia, por deseo expreso del obispo Plácido Pacheco, pero finalmente la voluntad y la fe de Francisca de Oviedo lograron que la talla llegase a Serradilla el 13 de abril de 1641 y que lo hiciera precedida de una lar­ga historia de procesos, inspiraciones e incluso milagros. Esta valiosa talla muestra a Cristo de pie, abrazando una gran cruz y pisando una calavera con su pie izquierdo. La obra representa el dolor de la Pasión y a la vez el carácter victorioso del Redentor.

Uno de los milagros que le atribuyen los vecinos de Serradilla a este Cristo fue el que realizó al salvar la vida de una vecina del pueblo allá por el siglo XVIII.

Corría el año 1710 cuando en Serradilla vivía un humilde matrimonio de artesanos formado por Juan Alonso y María Serrana, ambos se dedicaban a la fabricación y venta artesanía, fabricaban jabones aprovechando las grasas y desperdicios de los aceites para posteriormente venderlos de pueblo en pueblo. Contaba la gente que cada vez que regresaban de una venta traían escondidas sus escasas ganancias entre la paja de los aparejos de los mulos.

Por aquellos entonces los caminos de Monfragüe y alrededores eran peligrosos y estaban poblados por ladrones, vagabundos y bandoleros y es que con Carlos II, el Hechizado y posteriormente con la Guerra de Sucesión, España quedó sumida en la más extrema de las miserias y aquellos lares eran un lugar abonado para que los bandoleros robasen e incluso asesinasen a los indefensos arrieros.

Una tarde de aquel 1710, cuando Juan y María regresaban de realizar unas ventas en la comarca de La Vera, concretamente al pasar por el camino de Malpartida les salió al acecho un ladrón. Hizo acto de presencia de un escopetazo que tumbó a Juan Alonso y lo dejó medio muerto en el suelo. Al ruido del disparo los mulos huyeron perseguidos por el agresor, que parecía adivinar el lugar donde se podría encontrar el botín, pero no hallando la fortuna el bandolero volvió con los animales al lugar donde se desangraba el indefenso Juan, auxiliado en los brazos de su mujer. El asesino, muy nervioso, exigió a María el dinero y ante los titubeos de la pobre, la propinó un culatazo que la destrozó la cara y no contento con ello atravesó su garganta con un cuchillo para posteriormente escapar al galope con los mulos.

La mujer empezó a soltar abundante sangre y cayó al suelo desmayada, cuando volvió en sí, con entereza se quitó el pañuelo de la cabeza y se lo lió fuerte a la garganta. Al incorporarse vio como yacía a su lado inmóvil el cuerpo de su marido, el ya había muerto pero ella tenía que luchar por su vida y se levantó y caminó con dificultad hasta un arroyo cercano, allí, junto a su orilla al ir a lavarse sus heridas le pareció adivinar la tenue imagen de un Cristo que se mostraba a lo lejos sobre un camarín. En aquel momento se acordó del Cristo de la Victoria y encomendó su vida a él.

Pasado un rato no supo como pero se dio cuenta que estaba junto a la fuente de la Cañadilla. Allí tres vecinos de Serradilla que llegaron a buscar agua vieron a la "tía Serra­na” con sus ropas cubiertas de sangre y medio moribunda. La mon­taron sobre las alforjas de sus borricos y la llevaron a sus chozos. Desde allí pensaron en llevarla a Serradilla pero la noche se había cerrado y se había levantado tormenta así es que aquellos serradillanos lejos de amilanarse le quitaron a María el pañuelo de seda que tenía atado al cuello y de el sacaron un fuerte hilo, ya tren­zado por la sangre, con el que cosieron las heridas de su garganta, le dieron dieciséis puntadas que terminaron sanando con el tiempo y salvándole la vida.

Fuente: Leyendas Extremeñas / Jose Sendin Blazquez
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